Mi corazón se dolía mudo
al ver que te alejabas, poco a poco,en aquel tren polvoriento.
Presagiaba que tu ausencia iba a ser duradera.
Mi esperanza se fue desvaneciendo
como el rocío al amanecer.Mis mejillas iban tornándose rígidas y severas,
pensando en esa larga separación
de tu amada presencia.
Observé que todo mi cuerpo estaba bajo los
efectos incontroladosde una pasión obstinada,
que hacía que mis piernas
flaquearan en el andén de la estación.
Te marchabas a descubrir nuevos mundos,
realidades distintas,
miradas que sustentaran tu nuevo caminar.
Ya no volverías a pensar
en nuestro brillante encuentro,
y todo sería para ti más valioso
que los días de amor…
Mañana llenas de dulzura
en las que paseábamos
cogidos de la mano
por los bosques de eucalipto.
Atardeceres, en los que mariposas de cien
colores diferentes
revoloteaban entre nuestras cinturas,
y en las que alimentábamos a los gorriones
en nuestras manos.
Noches frente al calor de la chimenea,
en las que nuestras sombras se unían en una sola,donde la única ley eran las caricias,
inundándonos de alegrías y silencios.
Nuestros cuerpos embebidos en su danza amorosa
se perdían en la mirada de la aurora,poniendo gotas de néctar
en nuestras sienes jóvenes.
Todo parecía eterno.
Hubiera deseado mantener este amor íntegro
en mi cielo,pero tú ya estabas lejos…
tan lejos…
¿Por qué no nos amamos con más fuerza?
Nunca nos hubiéramos tenido que decir…
adiós.
Madrid, 04.06.1989
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